La Bitácora: Corrado Farina

Repaso a la obra y figura del cineasta italiano Corrado Farina, quizá uno de los nombres más injustamente olvidados dentro de la época dorada del cinemabis italiano. Extraído de la fuente en el que se publicó originalmente, el número 408 de Imágenes de Actualidad, de enero de 2020.

Con tan solo una dupla de películas en su filmografía, el nombre de Corrado Farina se ha mantenido siempre dentro de la parte menos conocida, y menos valorada, de todas las aportaciones que ha dado el fantástico italiano en la década de los 60 y los 70, su época de esplendor. De talante inconformista e independiente, sus dos largometrajes, Hanno cambiato faccia (1971) y Baba Yaga (1973), evitan caer, en lo que a género se refiere, en las aristas habituales de sus obras coetáneas. En su lugar, sustituye la violencia desmesurada y la tendencia al impacto escénico por un fino estilismo que guarda en su personalidad fílmica tanto una lectura sociopolítica de la realidad italiana de su época como un espíritu contestatario hacia las manera del cinema bis italiano de entonces. En el cine de Corrado Farina no se encuentran las odas visuales de Dario Argento ni las ansias de ferocidad plásticas de Lucio Fulci, por citar tan solo dos ejemplos a modo comparativo, sino que su lectura del terror responde tanto a cierta hostilidad psicológica como a una serie de lecturas en subtexto, características que dotaron al legado cinematográfico del director de una singularidad que derivó en un ostracismo profesional el cual, afortunadamente, se ha ido tornando en reivindicación tardía. La obra de Farina es, dentro de la rica industria a la que perteneció, una rara avis en toda regla, con un discurso hacia lo fantástico de naturaleza rebelde, así como un lenguaje caracterizado por una serie de naturalidades propias. Se ha etiquetado a su dupla de largometrajes dentro de lo fantástico-político, sobre todo por su inmersión en el género filtrándolo a través de una decadencia social reflejada con un temperamento artístico subversivo, ajeno a los requerimientos comerciales.

Por repasar biográficamente al autor, sus inicios se ubican, al igual que los de algunos de sus contemporáneos, en el análisis cinematográfico, para posteriormente experimentar con lo audiovisual en diversos cortometrajes. En ellos daba ya visos de su predilección por la temática fantástica, así como por la comedia surrealista, especializándose después en dos facetas que impregnan algunas resoluciones escénicas de su cine: el spot publicitario y el documental.  Con la intención de meterse de lleno en el panorama cinematográfico italiano, se muda de su Turín natal a Roma, donde comienza a moverse por el círculo bohemio que rodeaba entonces al mundo del cómic, los llamados en Italia fumetti, campo que le apasionaba al verlo como un excelente vehículo narrativo –en 1970 realizó un corto documental sobre el tema llamado Freud a fumetti–, aportando diversos guiones al medio como manera de compensar su autoconfesa falta de talento para la ilustración. La viñeta será otro medio de expresión clave para comprender su labor cinematográfica, algo especialmente palpable en su segunda película.

Vampirismo sociopolítico

Es en 1972 cuando Farina estrena Hanno cambiato faccia, su ópera prima en formato largometraje, escrita por él mismo junto a Giulio Berruti –su guionista, ayudante y editor de confianza, además de futuro director de la Video Nasty La monja homicida (1979)–, utilizando como base los escritos de Herbert Marcuse, filósofo judío que desarrollaba en su obra una profunda crítica al capitalismo. Concretamente, la mayor referencia es su ensayo «El hombre unidimensional», de donde Farina y Berruti extraen las ideas del autor respecto al totalitarismo de la sociedad industrial avanzada, con unas supuestas necesidades del individuo provocadas por carencias ficticias, que estimulaban la tecnificación consumidora de la conciencia. Para esta premisa, los guionistas introducen al personaje del doctor Alberto Valle, empleado de la importante compañía Auto Avio Motors, quien es invitado por el dueño de la corporación a visitar la central industrial situada en un enorme caserón a las afueras de la civilización. El enigmático empresario, que responda al nombre de Giovanni Nosferatu, le ofrece a Valle la seductora posibilidad de convertirse en el presidente de la enorme compañía. El protagonista descubre los siniestros misterios que tiene el lugar, comprobando de primera mano el esclavismo que sufre la sociedad a través de la corporación –a través de la mediática venta de productos como anticonceptivos… o incluso LSD–, utilizando métodos poco ortodoxos con la clara intención de provocar la deshumanización del individuo.

Farina ejecuta su historia con un tono visual aséptico, especialmente acertado dado el carácter decadente de la obra, utilizando una estética fantástica suministrada a la narración con frescura y moderación, lo que le permite enfatizar su discurso de crítica al poder y al uso de la sociedad capitalista de las más crueles armas para entumecer la conciencia individual. Farina se permite realizar una relectura del «Drácula» de Bram Stoker, trasladando el mito del vampirismo a la era capitalista, basándose para ello en la figura del misterioso jefe de la compañía –el apellido Nosferatu da incuestionables pistas sobre ello–, sólidamente interpretado por Adolfo Celi, responsable de esa dominación del pensamiento a través de la industrialización y la inmersión social de la tecnología. Hanno cambiato faccia es una película única por el cuidado con el cual el cineasta fusiona en su alegato unos definidos tropos terroríficos –una ambientación rural fantasmagórica, la corporación ubicada en una típica mansión victoriana, el clima de tensión vivido en el propio recinto…– con un espíritu rebelde digno del cine político italiano, con lo que se permite hacer claras referencias al auge industrial de la época, con la Auto Avio Motors como émulo en la ficción de la todopoderosa Fiat, icono capitalista de la Italia de los 70. Ignorada en su día por crítica y público –aunque ganó un premio ex aequo en Locarno–, la ópera prima de Farina tiene la osadía propia del debut cinematográfico ambicioso, cuya denuncia alcanza en la actualidad una terrible veracidad sociopolítica.

La bruja enamorada

Es en su siguiente obra donde el cineasta italiano se predispone a enfatizar su pasión por el cómic, tomando como referencia la «Valentina»de Guido Crepax, amigo personal y uno de los nombres más relevantes del fumetto italiano, que ya había tenido adaptaciones tan populares como el Diabolik de Mario Bava. Valentina es la protagonista de varias historietas que auparon a Crepax, con un marcado cariz erótico que buscaba orientarlas al público adulto, así como un cierto componente gótico que decidió a Farina a utilizar al personaje en su segundo largometraje, Baba Yaga. En ella, cuenta la historia de una bella fotógrafa de moda cuya vida queda marcada en cuanto conozca de manera accidental a la enigmática mujer que da título al film, naciendo una obsesión por saber más de ella. A partir de aquí la vida de Valentina se desmorona, metiéndose de lleno una cotidianidad repleta de pesadillas, no ajena a la perversión y a los sucesos estrambóticos, con un epicentro de acción situado en la casa  de la extraña mujer.

Si en Hanno cambiato faccia Farina apostaba por la esterilización visual, aquí  centra sus esfuerzos en crear una atmósfera surrealista marcada por el erotismo para lucimiento de su pareja femenina –excelentes Isabelle de Funès y Carroll Baker–, utilizando como escenario el sector más bohemio de la sociedad italiana. Con filias evidentes a la estética pop y derivaciones visuales hacia lo psicodélico, Farina emplea una concepción del género que dota de un tratamiento onírico a la brujería, empleando un motor narrativo carburado con repetidas dosis de surrealismo. Mezclando elementos de fantasía y realidad bajo inspiración mediterránea, el director deja de lado la importancia del andamiaje argumental de la historia en favor de una singular concepción estética marcada por una sensualidad, por momentos, desatada. La cinta fue duramente criticada por su supuesta falta de fidelidad hacia la obra original, sobre todo achacable al retrato aquí más ingenuo de Valentina. Aun así, Farina vuelve a hacer gala de un talante creativo independiente, proponiendo un énfasis del fantástico más refinado, con momentos de gran impacto escénico debido a su creatividad narrativa y a la creación de unas imágenes incisivas y embaucadoras, que derivan en una premeditada distorsión de la lógica.

Los dos largometrajes de Farina sufrieron una serie de contratiempos que marcaron aún más su ostracismo inicial. Según el propio director, Hanno cambiato faccia nunca tuvo distribución fuera de Italia, lo que limitó de manera gravísima la vida comercial de una película que mereció mejor suerte. Algo similar ocurrió con Baba Yaga, que además sufrió el abandono repentino tanto de la primera actriz elegida para interpretar a la antagonista, la británica Anne Heywood –Baker fue impuesta como alternativa, a pesar de las discrepancias de Farina–, como del productor Franco Comitteri, principal encargado de la financiación. Por si fuera poco, el montaje final fue manipulado por los productores sin permiso del director, quien nunca estuvo del todo satisfecho con el resultado final.

Sin entrar a valorar si estas contrariedades han podido influir o no en las primeras reacciones a la obra del cineasta italiano, es innegable que, paulatinamente, se le ha venido reconociendo como un autor caracterizado por unas ansias creativas propias, que llevó el lenguaje del cine fantástico a lugares muy poco comunes en comparación a las obras de otros cineastas de su misma generación. Fallecido en Roma en 2016, con 77 años, y debido a un ataque al corazón, Corrado Farina dejó un legado exiguo en comparación a la inmensidad de la cinematografía de géneros europea, pero lo suficientemente llamativo como para demostrar la valentía de un cineasta intrépido en sus intenciones artísticas para/con el género, sobre todo por su premeditado alejamiento de las ideas más reiterativas del fantastique.

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