Afortunadamente para todo aficionado al cine menos convencional, existe un conjunto de películas sobre las que se cierne un culto y admiración especiales. Esta cada vez más creciente devoción tiene su inicio recién estrenada la década de los 80 cuando cae sobre un nutrido grupo de films el intento de martirio comercial por parte de la British Board of Film Classification, el órgano censor británico que controlaba a primeros de los años ochenta, no sin estrictos miramientos, todo aquello que se estrenase tanto en salas de cine como en el imperante mercado doméstico de los videoclubs. Y es que para hablar de ese nutrido puñado de cintas objeto de persecución, que la National Viewers´ and Listeners´ Association (asociación, también británica, de un grupo de indignados consumidores de imagen y sonido que veían incívico el desmedido contenido de sexo, violencia, blasfemia o conductas como la homosexualidad) apodó con el hoy en día recordado concepto de las “Video Nasties”, es irremediable ubicarse en el principio de la década de los 80 y la ya mencionada eclosión de los videoclubs. Estas tiendas donde de manera novedosa se ofrecía a una serie de clientes un consumo de cine a la carta en base a formatos como el BETA o el VHS entre otros, iniciándose una nueva manera de ver y disfrutar del cine, no ya sólo exclusiva de salas de proyección, teatros o autocines. El nacimiento y crecimiento del formato doméstico promovía una manera privada de consumir cine que trasladaba la experiencia de ver cualquier película de manera pública en una vivencia que cualquiera podría realizar en el salón de su casa; consumo privado que convertía el mero hecho del disfrute del material visual en un acto de tintes metafóricamente onanistas. En el mercado del videoclub muchas distribuidoras comerciales de películas encontraron un filón tremendo a la hora de editar productos de todo tipo de géneros, donde se podrían incluir en la estantería de los cada vez más numerosos videoclubs películas de cualquier calidad, vertiente y género. El miedo de las grandes productoras a este nuevo formato de consumo, que venía amenazado por las posibles copias piratas que podrían hacerse de sus películas, hizo que los continuos beneficios que daban el negocio del alquiler se alimentase de toda clase de géneros minoritarios. El cine de terror sería una de las tendencias estrella, donde el espectador más joven se podía saltar a la torera las estrictas calificaciones por edades (recordemos esos acomodadores que controlaban con ímpetu quien podía o no entrar a los viejos cines de barrio) y disfrutar películas de horror, de cualquier índole y calidad, donde solía predominar el talante cinematográfico más excesivo. Para los cada vez más numerosos distribuidores, el cine de terror ofrecía un gran catálogo de productos minoritarios de muy bajo coste. Si en el circuito habitual de salas un distribuidor tenía que pensarlo dos veces antes de estrenar una película de alto contenido violento o sexual, el mercado doméstico era una herramienta mucho más accesible para dar vida a comercial a ciertas propuestas cinematográficas. En la década de los 70 los (sub)géneros de explotación ofrecían un gran número de películas de extremo contenido en violencia, terror o sexo no quedando reducido su disfrute en los mugrientos cines de barrio donde un film de terror italiano podía compartir sala con el último hit del cine porno. Cierto es que aún bajo esas precarias condiciones en las que se podían disfrutar de estos films tan minoritarios, alejados de los grandes productos hollywoodienses de importante taquilla, tenían su propio circuito de espectadores que disfrutaban de ellas en una marginalidad exquisita que dotaban de mucho encanto a la proyección. Una devoción por el cine de Serie B recluido en los circuitos underground y que poco después lograría una explosión espectacular en los videoclubs, con cantidades ingentes de aficionados que podían disfrutar de sus intensos contenidos en los salones de su casa.

Mary Whitehouse, la «abuelita enfadada» e implacable luchadora contra la obscenidad.
Situémonos en la Gran Bretaña de principios de los 80: Mary Whitehouse, una activista social que estaba totalmente en contra de la libertad de contenido en cualquier tipo de medio de comunicación (desde la televisión, noticiarios de radio o el propio cine) funda en el año 1965 la previamente mencionada National Viewers´ and Listeners´ Association con el fin de controlar el auge del liberalismo social en los medios y así establecer una serie de medidas para que estos limitasen de la manera más reaccionaria posible sus contenidos, en una ideología de claro conservadurismo. En lo que respecta al cine, la explosión de los videoclubs hizo que Whitehouse, a través de su organización, iniciase una persecución desmedida en contra del libre albedrío de contenidos que se estaba originando en los lanzamientos cinematográficos de mercado doméstico, que parecían saltarse el nivel de obscenidad permitido por el propio parlamento británico. A raíz de esta campaña se originó una tendencia censora, exorbitada y pretendidamente desmesurada entre ciertos órganos, para evitar la proliferación de alto contenido de violencia o sexo en las películas, que parecía incomodar de manera excelsa a ciertas personalidades de la Gran Bretaña de principio de la década. Esto desembocaría al punto de que la British Board of Film Classification compusiese una lista con 72 películas que pretendían ser distribuidas comercialmente en vídeo pero que violaban sin tapujos lo expuesto en la llamado “Obscence Publication Act 1959”, ley del Parlamento Británico que controlaba de manera estricta el contenido obsceno en Inglaterra y Gales, que dentro de producciones cinematográficas se ocupaba durante los 70 de perseguir las películas eróticas alejadas del cine estrictamente pornográfico. Para este estamento británico lo obsceno se definía como “aquello que tiene a depravar y corromper a las personas bajo todas las circunstancias de leer, ver o escuchar la materia de determinados productos”.
Por ello, rápidamente se intento tranquilizar a las miradas más conservadoras con la creación de una lista de «películas prohibidas” que iba en aumento con el paso de los meses. Una especie de caza de brujas se instauró en las islas británicas en contra de quien procurase comercializar con ellas: desde propietarios de videoclubs, los propios minoristas o incluso, si se demostrase que presionaban por colocar sus films en determinados locales, a los productores y/o responsables de las propias películas. Hasta se originaron redadas policiales con la intención de aplacar cualquier intento de mercadeo clandestino con estos films que acabarían proscritos en una especie de ilegalidad. Precisamente bajo estas actividades se dejó en evidencia cierta arbitrariedad con el asunto, ya que la prohibición parecía no respetar ciertos límites: algunos casos de persecución eran realmente inexplicables siendo el caso más curioso el de la película La Casa Más Divertida de Texas, una comedia musical protagonizada por Burt Reynolds y Dolly Parton cuyo título original The Best Whorehouse in Texas (la traducción literal podría responder a El mejor burdel de Texas) daría entender a algunos perseguidores que se trataba de una película con contenido pornográfico.
Ante el caos que se estaba desatando, donde se lastraba de manera indiscriminada la vida comercial de muchas películas, los distribuidores de vídeo dieron la voz de alarma sobre la alocada situación que estaba viviendo el mercado, por lo que solicitaron que estableciese un criterio lógico y claro sobre que películas podrían ser fruto de prohibición. Por lo tanto, los órganos censores, reconociendo los errores a la hora de las redadas (achacadas a una demasiado libérrima interpretación de lo que es obsceno o no de ciertos jefe de policías locales), se decidió por fin a hacer pública la lista oficial de películas perseguidas, denominadas desde ese mismo momento con el término “Video Nasties”, cuya traducción vendría a significar “repugnancia en formato vídeo”. 72 películas ocuparían una primera lista que con el tiempo se dividirían en dos bloques, las finalmente Procesadas por los órganos judiciales (y por lo tanto, quedando prohibida su libre circulación al menos con el montaje juzgado) y las que se librarían de pasar por tribunales.
Al mismo tiempo se produciría en el mercado doméstico una auténtica revolución por parte de pequeños distribuidores que pretendían aprovecharse del morbo ocasionado por algunas de las películas de su catálogo, pertenecientes a la categoría de “Video Nasty”; sobre las películas que protagonizarían la celebérrima lista se erigiría un halo de “malditismo” y morbo que harían aumentar su interés entre los cinéfilos/cinéfagos ávidos de emociones fuertes. Así, Video Instant Picture Company, la distribuidora en el Reino Unido de El asesino del taladro (The Driller Killer, 1979) de Abel Ferrara, publicó páginas enteras de publicidad en revistas especializadas con imágenes grotescas del film, generando el predecible torrente de quejas y protestas ante las autoridades pertinentes. Otra pequeña distribuidora, Go Video, disponía de un enorme producto estrella en su catálogo: la polémica Holocausto Caníbal (Cannibal Holocaust, 1980), dirigida por Ruggero Deodato, film tótem del subgénero caníbal y que en España se vendió como un documento videográfico real gracias a la falacia mediática urdida por la revista Interviú; Go Video se encargó en el Reino Unido de lanzar anónimos a Mary Whitehouse quejándose del contenido enfermo y depravado de su propia película para generar aún más morbo, artimaña que finalmente fracasaría. Por el contrario, al mismo tiempo que las “Video Nasties” se convertían en una especie de fenómeno tremendamente popular y contra-cultural entre los aficionados, crecía la campaña de los censores por justificar algunos crímenes juveniles en el consumo de este tipo de productos de alta violencia, una campaña de la que se hizo eco hasta el prestigioso periódico Daily Mail. Lo que se conseguiría con este avasallamiento calumniador hacia las “Video Nasties” es que, como todo lo prohibido, el interés por hacerse con esas películas creciese exponencialmente.
Continuará…
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