El Heredero del Diablo (Matt Bettinelli-Olpin, Tyler Gillett, 2014)

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Nos encontramos ante una muestra más del ya consumido subgénero del found footage, sumamente popular en su día gracias a interesantes productos como Holocausto Caníbal (1980) o El Proyecto de la Bruja de Blair (1999), éxito acompañado en aquellos casos de una desmesurada campaña mediática originada por la supuesta veracidad de las imágenes. Lo que distancia a estos mencionados films de la mayor parte de la nueva generación que ahora parece vivir el «metraje encontrado» es que si bien el subgénero era utilizado en aquellas  como una mera herramienta de construcción de la manera de impactar con la imagen, los nuevos usos con los que una generación de jóvenes cineastas reviven el subgénero se limitan en muchas ocasiones en ser un mero (e injustificado) recurso estilístico en la narración, desaprovechando su utilización y obviando muchas de sus ventajas. El Heredero del Diablo se antoja totalmente idónea para entender esto, ya que aunque el film recorre los principales recursos estéticos del found footage como pudieran ser la vista en primera persona o la cámara zarandeada, se prescinden de unas serie de características clave para que el subgénero ofrezca utilidad en la trama: la suciedad en la imagen, el cariz underground o la atmósfera híper-realista, herramientas todas ellas que conceden funcionalidad al metraje encontrado, y que eran requeridas en Holocausto Caníbal o propuestas más actuales como las sagas  [•REC] o Paranormal Activity viéndose aprovechadas de estas formas narrativas tan peculiares y dejando aún lado lo precarios o manidos que pudieran ser sus argumentos.

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En este caso, El Heredero del Diablo se centra en las aventuras de una joven pareja que después de su luna de miel emprenden un viaje de novios a Santo Domingo, donde serán fruto de las artimañas de un oriundo personaje para que posteriormente la mujer experimente un embarazo no esperado y unas situaciones anexas realmente perturbadoras. El principal problema de la película es que pretende ser tan leal al subgénero que acaba sumergiéndose en un recorrido previsible, cansino y aburrido por todos y cada uno de sus parámetros, no obteniendo ningún resultado favorable de ellos y cayendo además en una narración lenta, carente de atmósfera y súbitamente vacía. Como película de horror su inmersión en el género llega por ramalazos, ofreciendo una re-escritura bastante pobre de algunos de las situaciones más recurridas del cine satanista pero sin afrontar esos momentos con soltura o personalidad. Tan solo algunos enclaves de la trama llegan realmente a generar cierto interés o rendimiento hacia el producto global, como los planos de la habitual cámara nocturna (la presencia de la mujer en soledad aquí genera cierta inquietud), la secuencia de la comunión (con una conclusión previsible pero con cierta turbación) o el descubrimiento por parte del protagonista del germen de la maldición (que ya se había expuesto con anterioridad al espectador), instantes donde la película parece instaurar cierto oficio aunque lejos de la tónica general exhibida.

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El film está dirigido sin pulso y con aires muy complacientes hacia los recurridos tópicos del moderno found footage por Matt Bettineli-Olpin  y Tyler Gillett, tal y como hicieron en su episodio de V/H/S (2012), uno de los proyectos clave para entender el resurgimiento del subgénero aunque se vea muy claramente superado por su secuela y el capítulo de los directores de El Heredero del Diablo fuese uno de los más flojos de la propuesta. El trabajo interpretativo recae lógicamente en la pareja protagonista, formada por un Zach Gilford (Anarchy: La Noche de las Bestias [2014]) cumplidor y la televisiva Allison Miller, a la que el papel le ofrece un peso que no parece aguantar. La película que aquí nos ocupa sólo es apta para permisivos incondicionales, aunque en su desarrollo se encuentren algunos apuntes que desgraciadamente se acaban sumergiendo en un film que no acaba de despertar interés.

Saludos desde el Gabinete, camaradas.

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