Publicado originalmente en Cine Maldito
La carretera y el terror son dos conceptos cuyo nexo se antoja bastante interesante. Aprovechada por el cine en contadas ocasiones (pero en su mayoría de forma bastante eficiente), esta unión ha dejado títulos tan emblemáticos como El Diablo sobre Ruedas (1971, un telefilm rodado por un joven llamado Steven Spielberg) o Carretera al Infierno (1986), película ya enclaustrada en aquel mítico y reivindicable cine de género de los 80. Quizá por la extraña mezcolanza del vacío que enseñan esas carreteras secundarias de la América Profunda con un terror que lejos del susto fácil su principal pretensión es la de llevar las emociones de los personajes al límite, esta forma de retratar el horror a través del asfalto ha dejado para la historia una serie de películas con cierto halo reivindicativo, siendo Carrera con el Diablo una de las principales y primerizas muestras.
Protagonizada por los siempre agradecidos rostros de Peter Fonda y Warren Oates, y dirigida por un Jack Starrett que venía de dirigir una blaxpoitation del calibre de Cleopatra Jones (1973), la película supone un admirable resultado de mezclar las road movies emergentes de la época con el terror satánico que películas como La Semilla del Diablo (1968) o El Exorcista (1973) habían puesto en la cresta de la ola del cine de género de la época. Y es que Carrera con el Diablo comienza como un interesante viaje a través de esa América desértica y calurosa tan recurrente en aquella fantástica década de los 70, con un ritmo pausado que se verá truncado con el punto de inflexión en el que nuestros protagonistas sean testigos de una ceremonia satánica. Será a partir de entonces cuando la inocente road movie a la que estábamos asistiendo se convierta en un brillante thriller con un pulso narrativo sabiamente utilizado, donde asistiremos a un fantástico retrato de terror psicológico en su máxima expresión (sin caer en clichés baratos tan propios del género) confluyendo en la aterradora postal de esos paisajes vacuos y calurosos donde el componente emocional de los personajes parece emerger sin ningún atisbo de final, como bien se mostró en otras películas del fantástico contemporáneas como La Matanza de Texas (1974), aquella modestísima pieza que Tobe Hooper convirtió en uno de los principales exponentes de ese terror rural tan imitado en nuestros días.
Starrett realiza un gran trabajo sacando tanto provecho de un guion cuya narrativa se antoja ciertamente esquelética, retratando a la perfección esa sensación de claustrofobia y demencia que los protagonistas parecen destinados a sufrir. Lo interesante es ver también como el director empapa la historia de un horror más elaborado de lo que a priori cabría esperar, sin caer en el fácil recurso del terror acartonado. La película puede servir a modo de ejemplo de ese cine de género enmascarado (su aspecto de road movie señalado anteriormente la hace potenciar aún más su encanto) parido en una década donde el descaro de las propuestas impedía lastrar al producto por los terrenos más convencionales del momento. Carrera con el Diablo triunfa en mostrar esa paranoia extrema en el grupo de protagonistas (con un claro objetivo de contagiar al espectador) no sin antes demostrar una gran habilidad en desarrollar con cierta contención cada uno de los géneros en los que la película se columpia, pasando de la acción al cine de género en un suspiro. Una película a reivindicar, con el encanto y buen hacer de otras muchas propuestas que un día decidieron empapar de horror esas viejas carreteras norteamericanas.
Saludos desde el Gabinete, camaradas.