Luz (Juan Diego Escobar Alzate, 2019)

Desde Colombia, y auspiciada por su paso por el Festival de Sitges en 2019, llega Luz, un largometraje dirigido por el cineasta Juan Diego Escobar Alzate y que nos lleva a un territorio inhóspito en medio de la frondosidad colombiana. Luz realiza una exploración a través de las sombras de un culto urdido en una pequeña unidad familiar liderada por El Señor, predicador ahogado por las creencias y padre de tres hijas. La llegada de un nuevo mesías exalta la esperanza hacia las convicciones de una comunidad que aún no ha superado la muerte de Luz, la madre de una familia que aún llora su pérdida.

Luz destaca por adentrarse en unos horrores poco comunes, y lo hace a través de una indagación por cultos pretéritos y creencias primigenias, alzadas en el presente entre el extremismo y la duda, un conflicto explorado en todas sus consecuencias emocionales. Aborda una traslación contemporánea de un dogma ancestral que algunos sectores de la crítica se han aventurado en derivar hacia esa etiqueta moderna denominada «Folk Horror», corriente aparecida en reflexiones relativas a obras como The VVitch (2015) o Midsommar (2019), incluso derivándose a clásicos germinales como The Wicker Man (1973). Independientemente de su inclusión o no en esta nueva etiqueta (una ramificación, no obstante, de las inspiraciones rurales que crecieron en las concepciones más etéreas del terror de los años 70), Luz es un film que propone un ejercicio de indagación a través de la fe en sus estamentos más disruptivos, siguiendo la figura de un líder de aptitudes mesiánicas llamado El Señor; ante la reciente pérdida de su esposa, enterrada en un paraje donde los árboles parecen no querer crecer, la llegada de un nuevo mesías ocupa unas ansias de credo espiritual perdidas por la tragedia. Sus tres hijas, concebidas como «ángeles» tanto por él como por la reducida comunidad que rodea a este epicentro familiar, comienzan a cuestionarse las inculcadas creencias, luchando no sólo con los intransigentes comportamientos de su figura paternal, sino también por la sumisión absoluta, física y emocional, a la que hacen frente cada día. Ante ello, y como hálito de esperanza, los tres ángeles se nutren de internamientos a través de la naturaleza y composiciones musicales, en la búsqueda de esa luz que parece perdida.

Teniendo claro los conceptos de maneja, Luz no es una película que apueste por un manifiesto eje argumental, sino que prefiere una exploración hacia horrores irritantes, aquellos en los que la percepción puramente sensorial de sus protagonistas exudan la repulsión que desde las aristas más propiamente cinematográficas la obra bascula hacia su atmósfera. Esta, enormemente saturada, muestra unos compromisos formales bajo un terror de carácter abstracto que se anexa directamente a sus propósitos conceptuales; fluye por un conglomerado audiovisual donde las filias oníricas se nutren de una sordidez escénica que nos deriva hacia una truculento envoltorio de surrealismo, sin obviar algunas de las cualidades estéticas del rural más salvaje. Se varía del limpio naturalismo cromático a una mugrienta sensación de contaminación audiovisual, armas con las que la película va apropiándose según sus necesidades. Luz es un tour de force de constantes variaciones escénicas, comprendiendo el simbolismo con el que la historia apuntala sus propósitos; la luz, siempre en constante enfrentamiento con la oscuridad, donde las llamas y la luna ofrecen una engañosa claridad a la nocturnidad de los bosques, y donde unas velas acompañadas de aportes musicales son el único brillo en los interiores. Como una película que establece un continuo lenguaje auto-referencial entre su fondo y forma, un nuevo Mesías, llegado justo antes de la desaparición de la madre, endeble punto de unión entre la fractura familiar, rompe la estética lóbrega con su cabello rubio y ojos azules. La adherencia que se hace en el ejercicio de indagación de convicciones, exorcizando los demonios intrínsecos de las creencias, y con un trabajo de escena depurado hacia la bella sordidez, muestra a Luz como una rara avis, una fracción hacia un sentimiento de terror ajeno a todo tipo de convencionalismos.

Una película que aboga por las ramas más místicas del horror sin escatimar en algunos momentos de tremenda incomodidad escénica. Sus premeditadas asperezas, fruto de una aridez fabricada en combustión lenta y carburada hacia la idiosincrasia emocional, dan paso a los rostros de un terror que rezuma las naturalidades físicas de lo sobrenatural; alegorías trabajadas en la imaginería, y con un discurso que indaga acerca de interesantes conceptos como los demonios emocionales o la esperanza enfermiza ante la tragedia reciente. Luz es una anexión a la estructura del cuento popular, indagando en territorios habitualmente inexplorados en su sólida ambientación rural, en la que se busca una perversión formal arropándose de ciertas propiedades del weird-western, como hermético espacio de desoladas localizaciones y cubículo para las inclemencias del pánico . La carga visual del film es apabullante, herramienta indispensable para su vaivén continuo entre fantasía y miserias existenciales, sorprendiendo el acabado ante su modesto presupuesto. Una película que escapa de los lugares comunes del terror, valiente en la construcción de un espacio audiovisual propio, adherido sin costuras a su andamiaje de conceptos. Una obra que se dirige hacia la carga metafórica en la confrontación ante la pérdida, donde la luz, en el doble sentido que se adivina desde su su título, es la única esperanza ante la percepción desarraigada de la superstición.

Un saludo desde el Gabinete, camaradas.

Un comentario en “Luz (Juan Diego Escobar Alzate, 2019)

  1. La vi. No creo que haya que confundir abstracción, surrealismo y otros términos altisonantes con lo que es, simple y llanamente, un film pretensioso, lleno de bellas imágenes hasta la saturación, como de postales turísticas. No veo horror del alma alguno, sino un discurso seudopoético que raya en lo cursi en la voz en off, malos diálogos, exceso de lunas llenas redonditas, falso misterio, falsos caminos paralelos, y un árbol florecido para un happy end y un mensaje pro familia y naturaleza. Por querer ser Platón solo llega a José Narosky, y por querer ser Tarkovsky (con el árbol de Sacrificio incluido), no llega ni a estampita para velorios. Un saludo fraterno

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