Antonio Trashorras es un conocido analista y crítico cinematográfico. De entre sus filias destaca especialmente su predilección por el género de terror, haciendo hincapié en su variante más incisiva y minoritaria, como bien patente quedó en su anterior película El Callejón (20111). El film, no gran conocido, era una desmedida muestra de influencias capaz de asumir la colorista estética visual del giallo o los patrones narrativos del slasher, culminando en un desenlace incomprensible y arrítmico, pero de excelso disfrute para los entusiastas del género. Como ópera prima El Callejón no pasaba de simpático homenaje, con una Ana de Armas despampanante, pero su conjunto de impostado calado reivindicativo podía ser asimilado con mucha gracia y admiración. Para su segunda película Trashorras huye de todo eso componiendo una historia mucho más minimalista, de aspecto teatral, pretendiendo claramente una narrativa mucho más trabajada. En ella se percibe al director más centrado en una mayor visceralidad, intrínseca en la atmósfera, como vehículo para llevar llevar a sus personajes a un extremo de emociones que sin embargo acabará siendo absorbido por una estética demasiado amateur. Esta, quizá impresa de una manera acartonadamente impostada, hace funcionar la historia bajo un filtro de autor que sin embargo acabará echando por tierra todas las buenas intenciones de sus maneras implícitas.
De nuevo con su inseparable Ana de Armas, aquí en un protagonismo compartido por Rocío León y Enrique Villén, cuenta la historia de dos jóvenes que comparten piso y necesitan un inquilino más para afrontar el pago de su renta, tras la marcha de la joven Anabel en extrañas circunstancias; aunque con ciertos miramientos iniciales, aceptarán como nuevo inquilino a Lucio (¿nos acordamos aquí de Fulci?), que enturbiará progresivamente la buena relación de las chicas. Trashorras vende durante 75 minutos una pequeña historia que bien podría haber sido la semilla de un excelente corto y aquí se alarga hasta el extremo, ofreciendo un mcguffin amparado en la chica desaparecida que se hace funcional sólo en momentos muy puntuales. Quizá el problema del film, dejando a un lado lo áspero que pueda ser para el espectador su consabido y torpe amateurismo, son las intenciones de querer elevar a su género a un nivel de intransigencia respecto al mismo que le hace recorrer un reglamento interno que no se sabe elaborar; o, lo que pudiera ser lo mismo, elevar las emociones de los personajes a una turbiedad que el film no logra en ningún momento, lo que desbarajusta cualquier tipo de entidad en la película. Uno no sabe como enfrentarse a esta Anabel cuando de una simple historia se pretende un retrato sórdido que no acaba de despegar y cuando también sus atrevidas formas se quedan simplemente en eso, en unas buenas intenciones de originalidad que el espectador más ducho en el género acabará viéndole el cartón.
En esencia, Anabel es exteriormente algo totalmente opuesto a El Callejón: la ópera prima de Trashorras era todo un humilde, respetuoso, vistoso y descarado mix de influencias con ninguna otra intención más que la del guiño al espectador (que le hace que se le perdonen algunos momentos de lo más chabacano), mientras que en Anabel se pretenden unas formas mucho más complejas, nada bien asimiladas y que caen en un error fatal como es llegar al tedio y la redundancia, donde las piruetas visuales (ojo a los insertos en color) añaden aún más incomprensión al conjunto. Que Antonio Trashorras es un fiel e incombustible conocedor de la gran mayoría de las variantes del cine de terror está claro, pero en su faceta como director quizá su ímpetu referenciador acaba por ahogar unas ideas bastante interesantes. En Anabel, donde el trío protagonista no sale nada mal parado en su trabajo, se ve un suspense que funciona por instantes, pero que podría haber dado de sí mucho más de lo finalmente visto.
*Película vista en el Festival Scope gracias a la gentileza de los compañeros de Cine Maldito.
Saludos desde el Gabinete, camaradas.