Clown (Jon Watts, 2014)

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La premisa de Clown es tremendamente embriagadora. Un ejemplar padre de familia propone una solución rápida al inesperado impedimento que surge en la fiesta de cumpleaños de su hijo: el payaso contratado para animar a los infantes falta a su cita y nuestro protagonista, Kent, decide un improvisado remedio, como es el de disfrazarse él mismo con un traje de payaso encontrado en uno de los inmuebles que pretende vender como gestor inmobiliario. Los problemas aparecen cuando es incapaz  de despojarse de la vestimenta de tal simpática figura, punto de inicio del tormento que vivirá a continuación. Los tejidos del traje funcionan como una segunda piel para nuestro hombre y la peluca se le queda incrustada en su propio cuero cabelludo, momento en el que la película comienza a desarrollar una historia de horror que no duda en aprovechar uno de sus más siniestros atractivos,  como es la reversión perversa y maligna de una figura tan presuntamente inocente como la del payaso. Esta diatriba ya utilizada en otras ficciones es uno de los principales pesos estéticos de la película. La sórdida recreación del traje, a medida que posee y deconstruye a Kent, confiere una ambientación descuidada y cochamborsa que a la postre será uno de los principales alicientes de este Clown. La idea del payaso asesino deambula por cada uno de los fotogramas de la película (formando un precepto intenso, aunque breve y desaprovechado, en la secuencia en la que el personaje interpretado por Peter Stormare rememora la leyenda que precede al descubrimiento de la posesión que Kent está en realidad sufriendo) y alcanza un cénit arriesgado y con ciertos devaneos amorales en el tercio final, donde un payaso convertido ya en todo un serial killer demoníaco no dudará en exterminar a todo niño que se cruce a su paso, cumpliendo la vieja leyenda que empaca al argumento.

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En ese punto es donde la película llega a cautivar, a pesar de tener un desarrollo demasiado lineal y con un guión ligado a las normas demasiado habituales del género, más por sus conexiones intrínsecas con el splatter (que confiere un grupo de escenas grotescas muy cercanas a la extravagancia clara de esta tendencia) que por su propio concepto argumental.  Su toque gore, con un claro peso estético, parece surgir como sello inequívoco de Eli Roth, aquí ejerciendo de insigne productor. Aunque nuevamente las sobredosis de hemoglobina no se asemejan a las expectativas creadas previamente por el propio cineasta (ya marca de la casa, en relación a esas maniobras mediáticas que parecen surgir poco antes del estreno de las cintas anexas a su figura), sí que la película cuida su estilo y llega incluso a asemejarse en ciertos apuntes estéticos al Halloween. El Origen (2007) de Rob Zombie, sobretodo en lo relativo a la construcción de una ambientación sucia desaliñada bajo la cual potenciar la efigie mugrienta de su personaje principal (aquí el payaso maléfico, allí un Michael Myers de putrefacta fisonomía).

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Aunque Clown siga unas normas muy habituales y poco susceptibles a la sorpresa, Jon Watts parece plantear de manera sentida algunos apuntes conceptuales, a la postre algo desaprovechados: por una parte, la trasmutación del ser, en este caso un convencional padre de familia que ve como su fisonomía es violentada y perturbada por un elemento hostil y exterior (que podría emparentarse con la afamada «nueva carne» del primerizo David Cronenberg) y que podría haber dado mucho más juego, así como los derroteros sobrenaturales que se presentan en el último tercio de la película, donde Kent es ya todo un icono sobrehumano de lo demoníaco. Más trabajada es el aura fatalista que parece rodear a toda la trama, como ligadura al drama interior del personaje, con las singularidades que provocan su relación con  una historia de maldiciones, leyendas y nigromancia. La conclusión, aunque predecible y esperada, es uno de los segmentos más interesantes de un film que aún a pesar de un tono narrativo que podría haber sido más solido y experimentado, da lo que promete, e intenta alejarse estéticamente de los clichés más modernos de la vertiente más mainstream del género. Es más, su estética puede emparentarse rápidamente con el terror secundario directo al videoclub y al video on demand, pero maneja algunos apuntes visuales que le confieren personalidad. Quizá a Clown se le pueda achacar falta de oficio en la construcción de la tensión de su primer tercio (donde el ritmo pueda tardar en arrancar) pero acaba construyendo un ambiente malsano sobre la figura del payaso, principal aliciente de esta narración de calado espíritu de Serie B.

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Al Reverendo le ha gustado Clown. Saludos desde el Gabinete, camaradas.

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