La segunda película del singular director español Javier Elorrieta (recordado por el drama urbano La larga noche de los bastones blancos [1979], la taurina Sangre y Arena [1989] o la comedia Los gusanos no llevan bufanda [1991]) viene a ser como una versión hiperbólica y expandida del siempre citado clásico El malvado Zaroff (1932), con la cacería humana como motor narrativo de una historia que parece sacar a relucir los más oscuros instintos del ser humano. La noche de la ira lleva esto al terreno rural puramente hispánico, con generosas dosis del reverso más sórdido del terror campestre americano de los 70, que proponía en bastantes ocasiones el choque del urbanita contra los férreos y primitivas cotidianidades de la salvaje vida en el campo. En un pequeño pueblo castellano por determinar, ejemplarmente fotografiado para mostrar una arquitectura de lo agreste, llega un nuevo médico que ha sufrido una reciente crisis sentimental. Como suele ocurrir en estas situaciones, la llegada de un individuo puramente urbanita sucede entre la más normal de las tranquilidades, hasta el momento en el que nuestro protagonista comienza a explorar las intrínsecas particularidades de la localidad: una tensión y hostilidad imperantes, que crecerán cuando logr intimar en demasía con una de las mujeres del pueblo, dará luz a una atmósfera opresora y adversa que explotará cuando conozca el gran secreto que guarda el pueblo: la aparente clínica de desintoxicación que parece regentar el lugar, llamado «La madriguera», es en realidad una prisión de toxicómanos que son utilizados en cacerías humanas.
La noche de la ira es la exposición de algunas de las vertientes más toscas del cine violento de los 70, en especial del modelo norteamericano, en una recreación bastante caricaturizada de la España profunda; encontramos al típico héroe pacífico e imperturbable de inicio que ha de enfrentarse a un clima hostil muy en la línea del Perros de Paja (1971) de Sam Peckinpah (la sombra de Sam estará muy presente en el dibujo de la acción, así como el método de impacto en algunas de sus escenas de artificio), aquí en la figura de un médico (el efímero Patxi Andión, con discreta carrera en el cine español de los 70 y 80), que deberá enfrentarse a la malignidad presente en la localización. Aunque su protagonismo vaya a pasar a un segundo plano a medida que se van descubriendo los pormenores de la trama, es el principal eje bajo el que se conducirá el desarrollo en buena parte de la misma. La película de Elorrieta no deja de ser la típica oda a la masculinidad que desprendía el thriller urbano de los 70 y 80, llevado al terreno rural bajo los cánones de la época (una acción tosca y directa, plástica en ocasiones, con predisposición a la impresión, en un terreno no habitual, en principio, a estos pormenores) en un claro intento patrio de copiar las narrativas del cine de acción del momento. Además de dosificar a este género en unas texturas de un terror latente y, como le gusta mencionar a los americanos, de «combustión lenta», la película gana una enorme personalidad añadiéndose unas disposiciones gráficas hacia al western, presentes en toda la película (sobre-dimensionadas, a favor de la acción, en su explosivo tercer acto), que forma una dicotomía interesante con el retrato fatalista del cine kinki que eclosionaba en aquellos tiempos en España, donde un problema urbano de la sociedad de la época era llevado a la pantalla a favor de la acción de suburbio pero sin olvidar el aura melancólica de la seriedad del problema. De medido y sutil desarrollo, donde a medida que Elorrieta propone un paulatino esquema de su campo de juego (localización típica de provincias, apacible en apariencia pero temible en su animadversión latente), la película se toma cierto reposo a la hora de presentar a sus personajes, bajo los estereotipos clásicos del cine de explotación (la película no pretende quitarse de esta etiqueta en ningún momento) aunque en un enfoque bastante más maduro de lo que su trasnochada idea de fondo parece merecer, lo cual la convierte en un producto muy artesanal y oficioso.
Será en su catarsis, justo a mitad del metraje, donde la película despeje su vestimenta para derivar hacia un pretendido enfoque de la crueldad. En su empero de realizar un dibujo de la violencia práctico y certero, ya hemos dicho que la influencia de Sam Peckinpah es más que evidente; además de por su idea primaria de enfrentar a un hombre de apariencia débil, capaz de hacer despertar su ímpetu más primario, la forma en la que Elorrieta expone sus escenas de acción también parecen heredarse del mismo director, no sólo con un estallido exabrupto y concluyente de la violencia, sino que se permite acercar la cámara a ella para mostrarla en todo su vigor, no como mero espectáculo de artificio. Este juego de planteamientos, donde se incluye también ese choque cultural visto en el Deliverance (1972) de John Boorman, hace de La noche de la ira un modesto pero tremendamente oficioso intento de emular fórmulas foráneas, aprovechando las aristas más incómodas de la mismas no como mecanismo de imitación, sino como una asimilación en un contexto loco y salvaje, que hace que la película funcione. A su favor también habría que añadir que la película de Javier Elorrieta parece situarse en ese momento a mitad de los 80 donde los efluvios del cine de género en España llegaba a una situación totalmente trastornada (podríamos citar piezas tan reivindicables como excéntricas como Más allá del terror [1980] de Tomás Aznar, Coto de Caza [1983] de Jorge Grau o el Poppers [1984] de José María Castellví) donde la absorción de premisas se situaban entre el thriller de tintes terroríficos, el cine kinki, la influencia del horror visceral de la América de los 70 o la plasticidad urbana del por entonces emergente cine «callejero» de los 80.
Aunque el protagonismo de Patxi Andión como primer eje introductorio de la historia acabe pasando a un segundo plano, quizá absorbido por el componente trasnochado de la historia de la película, al frente del resto de su reparto tenemos a unos antagonistas de imponentes presencias como las de Agustín González y Aldo Sambrell, que cumplen a la perfección su cometido de villanos de folletín; en el caso del personaje de González, en su más elevado exponente de malignidad, como carácter despiadado y posesivo, que es caracterizado como un hijo de puta a todos los niveles: desde el principal cabecilla de la siniestra conspiración que asola al pueblo, nos es mostrado como un marido infiel de una mujer inválida y sumisa a su carácter despiadado. Destacan también las presencias femeninas de Beatriz Elorrieta (hermana del director y réplica romántica a nuestro héroe), una roba-escenas clásica del cine español como Terele Pávez haciendo de voluptuosa madame o una ya decadente Lola Gaos de efímera pero encomiable presencia. La noche de la ira se estrenó en España en Marzo de 1986, siendo Blood Hunt su título de distribución internacional.
Saludos desde el Gabinete, camaradas.