Si ya vimos previamente como La muchacha que sabía demasiado (1963) adelantaba a principios de los 60 algunos de los códigos temáticos de lo que posteriormente conoceríamos por giallo, justo un año después, el propio Mario Bava cimentaría de manera más solida muchos de las características clave de este apasionante subgénero, que quedarían postergados como enclaves habituales tanto de la narración como del estilo visual del también llamado thriller italiano de los 70. Filmada ya en color, su puesta en escena se engrandece gracias a la variedad cromática utilizada por el director, quien se aprovecha de sus conocimientos y habilidades visuales (recordemos que Bava, antes de su labor como realizador, ejerció como uno de los más reputados directores de fotografía de la cinematografía italiana) para ofrecer auténticas postales de lo macabro ante una de las principales señas de identidad de la película tanto en su concepto como posterior semilla para los gialli: la perturbadora, estudiada y meticulosa concepción de los asesinatos, con una minuciosidad en su puesta en escena impropia para la época, que dejaba en evidencia el talento innato de Mario Bava para el dibujo del terror. En esta ocasión el director nos traslada a un salón de moda ubicado en un gran caserón de las inmediaciones de Roma, regentado por Cristina y Max, la pareja de amantes que parecen tener a su disposición a una serie de modelos con quien realizar sus trabajos. El inhóspito lugar despertará el interés de la policía cuando en él comiencen a sucederse una serie de asesinatos que destapará una trama de codicia, chantajes, drogas y una de esas cualidades que envolverán a muchos de los personajes de la filmografía del director romano: la mezquindad.
Seis mujeres para el asesino es una película realmente atrevida, significativa por su aptitud rompedora en su formalidad como ya dan buena muestra sus títulos de crédito. Estos, se degustan como algo realmente singular por varios motivos: una banda sonora de impropia naturalidad naif, sorprendente, añade una jovialidad inhóspita a la introducción que ambienta una presentación de intenciones con las que el director, dando unas primeras muestras de su habilidad con la composición y disposición de los colores, presenta a sus personajes congelados en la imagen junto a varios de los maniquíes que pueblan la localización principal. Bava presenta su juego al espectador, donde sus personajes serán caldo de cultivo para su peculiar codificación del whodunit y sus dramáticas consecuencias, utilizando una clave que será elemental para dos subgéneros tan hermanados como el giallo y el slasher; con esto hay que referirse a las muertes consecutivas o lo que de manera más conceptual se conoce como bodycount, con un conjunto de homicidios escalonados que darán vigor a todas las intenciones de la trama. Tras la intro, bella e hipnótica, con delirantes toques de surrealismo, se dará paso a continuación a un primer crimen que introducirá el elemento más icónico del giallo: el villano enmascarado, un asesino anónimo oculto en oscuros ropajes y con su cabeza tapada con un elemento que impida ver su rostro, es el antagonista prototípico del subgénero (aunque incidimos, también lo será en el futuro en el slasher) y sus principales características nos son introducidas aquí. Bava ya lo presenta en la escena de apertura, que se nos expone con un cartel que acabará colgando ante una noche de tempestad; a continuación una mujer será cruelmente asesinada por un homicida encapuchado, donde Bava concede al exterior una mutación propia del cine gótico. El director romano, absoluto experto a la hora de conjurar entre sí muchas de las variedades genéricas que ha tocado, habiendo llegado al punto de dotar a sus peplums de absorventes y espetaculares atmósferas de terror, aquí envuelve a su seminal giallo en un enorme hálito de ambiente gótico introducido en esta escena y perenne en el resto de la obra. Recordemos que en aquel año 1964 el llamada gótico italiano estaba en pleno apogeo.
Es curioso comprobar como a medida que avanza la trama, donde se sufrirán los típicos devaneos, engaños y falsas sospechas dentro de las incredulidades propias de la intriga policial del thriller italiano, lo que más ponderará el director será el componente estético y una sorprendente codificación del asesinato. El guión sufre una premeditado flaqueza, formando un hilo conductor más o menos lineal para configurar cada una de las secuencias con una estudiada y medida artimaña visual; esto llegará al punto de que, de manera casi inesperada al tratarse de un film de relevante intriga, la trama policial (vehículo en la que el misterio es perseguido) pase a un total segundo plano auspiciado en la figura del Inspector Silvester (con la estoica presencia de Thomas Reiner), dando luz verde a que Bava construya su película en lo que a él realmente le interesa. En esta tesitura, vemos los dos elementos, bajo los que el director incidirá en posteriores obras, que cobran excepcional protagonismo en la película: un conjunto de estudiados homicidios, vehículo para Bava ejecute una inesperada y fabulosa artificiosidad, con un conjunto de personajes movidos por una codicia y ambición capaces de despertar los más bajos instintos. Al contrario que otras muchas corrientes de terror, la maldad que revestirá la figura antagonista del mal (en esta película en particular y en gran parte de la filmografía de Mario Bava en general), no será un elemento monstruoso el que oficie la malignidad por su propia naturaleza, sino que vendrá desde la propia condición miserable del individuo; esto, de una manera mucho más grotesca y menos sutil, se verá en la posterior Bahía de Sangre (1971) , donde el director da carpetazo al subgénero que él ha procreado con unas aristas mucho más gruesas que influenciarían posteriormente al slasher.
Puede que el primer asesinato, ocurrido en la estepa de un bosque anexo a la localización principal, pueda resultar tan típico como tópico, donde el villano enmascarado ahoga a su víctima con un cordel. Aquí, el enclave, que aunque hayamos dicho rescate algún elemento venido del gótico que Bava venía de realizar años atrás, puede resultar a día de hoy como algo mucho más simplista. Los homicidios que vengan después, auténtico motor de la narración, guardan para sí las sensacionales artimañas visuales de Bava para la iluminación, utilizando una variedad cromática que le permite conjugar un alarde absoluto de armonía visual. Así en el segundo asesinato se completa con unos prolegómenos donde el director no sólo utiliza el escenario como un conjunto de elementos que aportan a la puesta en escena cierta complejidad visual; disfrutaremos de una enorme cantidad de objetos colocados minuciosamente dentro de la amplitud escénica, con halos de luces que componen un extraño y onírico campo de acción. Iluminando los instantes previos con una pluralidad de colores que forman un extraño y enigmático panorama óptico, aún se dejará influir por otros efluvios góticos: tras un grito desgarrador, la víctima será ajusticiada con una especie de arma de tortura de una armadura que había hecho previo acto de aparición). En otro posterior homicidio las dosis de crueldad se incrementan cuando el villano queme la cara de una de sus víctimas; aunque popularmente el arma blanca se postuló como elemento inherente de la iconografía del villano en el giallo, Bava se permitió el lujo de transgredir esto casi en el momento en el que pegase el pistolezato de salida, sin pretenderlo, a la corriente. La creación de cada una de las escenas da visos de la habilidad del director no sólo para impregnar todo lo relativo a la historia de una atmósfera de enorme perfidia que se crece con el estudiado valor cromático, ofreciendo además una espectacularidad visual y de impacto en toda escena hasta en los momentos donde los cadáveres son encontrados, diatriba que popularmente venía resuelta en condiciones de imagen mucho más oscuras, opacas, y por supuesto no tan estridentes. Incluso a un planteamiento tan tópico como pueda ser el ahogamiento en una bañera, se le añade cierta crueldad con un primerísimo plano de la víctima ya cadáver; la posterior intención del homicida por aparentar un suicido, viene representada por un rojo intensísimo revistiendo la sangre, que fluye por el agua hasta llegar al rostro de la joven asesinada.
En su reparto encontramos al estadounidense Cameron Mitchell en uno de los roles principales, las húngara Eva Bartok, al ya mencionado alemán Thomas Reiner y al apodado «Peter Lorre italiano» Luciano Pigozzi, entre un nutrido de bellezas femeninas conformado por Ariadna Gorini, Mary Arden o Claude Antes. En el ámbito técnico, destacar la labor de fotografía Ubaldo Terzano (respaldarazo técnico habitual de Bava en esta tesitura, se entiende) y la banda sonora cuasi «jazzística» de Carlo Rustichelli, que ambienta unos inolvidables títulos de créditos iniciales. Además de ser la primera pieza que oficialmente comienza a jugar de manera más descarada con ese conjunto de características que darían fruto a lo que hoy conocemos como giallo, Seis mujeres para el asesino destaca también por otras inteligentes propuestas creativas. Bava juega con absolutamente todo lo que tiene a mano para ejecutar el terror y ciertas sensaciones de incomodidad escénica, con un variopinto grupo de personajes de clase alta que conviven en un ambiente corrupto y lleno de codicia. El director italiano afianza aquí un estilo para el terror tremendamente innovador, donde lo visual no se queda en el mero artificio y trasciende al dotar a cada secuencia de asesinato con una personalidad diferencial, donde cada ocurrencia óptica parece tener un significado propio y se disfruta como una un valor instintivo de su valía creativa. La configuración escénica eleva la sensación de misterio a una carga muy sórdida e intensa, que se acrecenta con esa construcción de la avaricia como mecanismo de ejecución de la muerte y tragedia. Seis mujeres para el asesino, Sei donne per l´assassino o Blood and Black Lace es la pieza seminal básica para entender las maneras que cautivarían a Dario Argento para comenzar la explotación comercial del giallo con su «Trilogía animal», además de conformar una muestra de como el terror puede alcanzar un toque extravagante, rozando lo naif, sin perder ni un ápice de crueldad.
Saludos desde el Gabinete, camaradas.
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